La tortura experimental (del libro Los Derechos de los Animales)

20100717182956-chimpance-utilizado-en-experimentos-cientificosGrande es el cambio cuando pasamos de la indiferencia ligera, irreflexiva, del cazador deportivo o el sombrerero a la actitud más determinada y deliberadamente elegida del científico. Tan grande en rigor que muchos -incluso entre los más arduos defensores de los derechos de los animales– consideran imposible seguir esas diferentes líneas de actuación hasta una y la misma fuente. y sin embargo puede demostrarse, creo, que en este caso, y en los que ya hemos examinado, la causa primordial de la injusticia del hombre para con los animales inferiores es la creencia de que éstos son meros autómatas, desprovistos de espíritu, carácter e individualidad. Lo único que ocurre es que, mientras el deportista ignorante expresa este desdén por medio de la matanza y el sombrerero lo hace mediante la toca, el fisiólogo, con una mentalidad más seria, lleva adelante su obra en la «tortura experimental» del laboratorio. La diferencia reside en el temperamento de unos y otros hombres, y en el estilo propio de cada profesión. Pero, en su negación de los más elementales derechos de las razas inferiores, se inspiran y se mueven instigados por un común prejuicio. (Nota de la web: dicho prejuicio es el especismo. Hemos de recordar que este es un texto de 1892, Salt desconocía este término, que aparece en los años 70 del SXX. Por otro lado, hoy día no usaríamos expresiones especistas como «razas inferiores», que sin embargo Salt usa de manera reiterada.)

El método analítico empleado por la ciencia moderna tiende en última instancia, en manos de sus exponentes más ilustrados, al reconocimiento de una estrecha relación entre la humanidad y los animales. Pero, al mismo tiempo, ha ejercido un efecto sumamente siniestro en el estudio del jus animaliumentre la masa de los hombres medios. ¡Considérese el trato del llamado naturalista con los animales cuya observación ha convertido en su dedicación! En noventa y nueve casos de cien es incapaz de apreciar la calidad distintiva esencial, la individualidad del objeto de sus investigaciones, y se convierte en nada más que en un satisfecho acumulador de datos, un industrioso diseccionador de cadáveres. «Creo que el requisito más importante en la descripción de un animal -dice Thoreau- es asegurarse de que se transmite su carácter y su espíritu, porque en ello se tiene, sin lugar a error, la suma y el efecto de todas sus partes conocidas y desconocidas. No cabe duda de que la parte más importante de un animal es su ánima, su espíritu vital, en la que se basa su carácter y todas las particularidades por las que más nos interesa. Sin embargo, la mayor parte de los libros científicos que tratan de los animales dejan esto totalmente de lado, y lo que describen son, por así decirlo, fenómenos de la materia muerta.»

Todo el sistema de nuestra «historia natural», tal como se practica en el presente, se basa en este método deplorablemente parcial y equívoco. ¿Se ha posado un ave rara en nuestras costas? Inmediatamente le da muerte algún emprendedor coleccionista, y con orgullo lo entrega al taxidermista más cercano, para que pueda «preservarse», entre toda una serie de otros cadáveres rellenos, en el «museo» local. Es un deprimente asunto, en el mejor de los casos, esta ciencia de la pieza de caza y el escalpelo, pero está de acuerdo con la tendencia materialista de una determinada escuela de pensamiento, y sólo unos pocos de quienes la profesan escapan a ella, y se sitúan por encima de ella para llegar a una comprensión más madura y clarividente. «El niño -dice Michelet- se entretiene, rompe las cosas y las destruye; encuentra su felicidad en deshacer. Y la ciencia, en su infancia, hace lo mismo. No es capaz de estudiar a menos que mate. El único uso que hace de una mente viva es, en primer lugar, diseccionarla. Nadie lleva a la indagación científica esa tierna reverencia por la vida que la naturaleza premia desvelándonos sus misterios.»

En estas circunstancias, escasamente puede asombrarnos que los modernos científicos, sedienta la mente de más y más oportunidades para satisfacer su curiosidad analítica, deseen recurrir a la tortura experimental a la que eufemísticamente se presenta como «vivisección». Están cogidos y se ven impulsados por una irresistible pasión de conocimiento y, como maleable objeto para la satisfacción de esta pasión, encuentran ante ellos a la indefensa raza de los animales, en parte salvajes, en parte domesticados, pero por igual considerados por la generalidad humana incapaces de tener «derechos». Están acostumbrados, en su práctica (pese al ostensible rechazo de la teoría cartesiana), a tratar a estos animales como a autómatas: cosas hechas para ser matadas, diseccionadas, catalogadas, para el avance del conocimiento. Son además, en su condición profesional, descendientes lineales de una clase de hombres que, por bondadosos y considerados que fuesen en otros aspectos, nunca tuvieron escrúpulos para subordinar los más vivos impulsos humanitarios al menor de los supuestos intereses de la ciencia[59]. Dadas estas condiciones, parecería inevitable que el fisiólogo viviseccione, así como que el señor rural cace. La tortura experimental es tan apropiada para el estudio del hombre semiilustrado como la actividad cinegética lo es para la diversión del imbécil.

Pero el hecho de que la vivisección no sea, como algunos de sus oponentes parecen considerar, un fenómeno siniestro e irresponsable, sino la lógica consecuencia de un determinado hábito mental desequilibrado, no le resta en modo alguno nada de su odioso carácter. Está de más emplear un solo minuto en defender los derechos de los animales inferiores si no se incluye entre ellos el derecho a estar, totalmente y sin excepción, a salvo de las terribles torturas de la vivisección: del destino de ser lenta y despiadadamente desmembrados, o desollados, o asados vivos, o infectados con algún virus mortal, o sometidos a cualquiera de las numerosas formas de tortura infligidas por la científica inquisición. Respaldemos, sobre este tema crucial, las palabras de miss Cobbe: «el mínimo de todos los derechos posibles es sencillamente que se les ahorre el peor de todos los posibles males, y si un caballo o un perro no tienen derecho a que se les libre de que se los haga enloquecer o se los despedace, al modo en que lo han hecho Pasteur y Chauveau, es entonces imposible que tengan derecho alguno, ni que ningún daño que se les inflija, por gente de alcurnia o sencilla, pueda merecer castigo».

Es necesario manifestarse, de manera enérgica e inequívoca, a este respecto, ya que, como he dicho, algunos de los «amigos de los animales» muestran una disposición a transigir con la vivisección, como si la alegada «utilidad» de sus prácticas, o los «concienzudos» motivos de quienes la practican, la pusieran en un plano totalmente distinto al de otras clases de inhumanidad. «Muy en contra de mis propios sentimientos -escribe uno de estos apóstatas[60]- veo una justificación para la vivisección en el caso de animales dañinos y de animales que son rivales del hombre en la obtención del alimento. Si se considera que debe darse muerte a un animal por otras razones, el vivisector puede intervenir llegado el momento, comprarlo, matarlo a su manera, y adquirir, sin tener nada que reprocharse, el conocimiento que su sacrificio pueda reportarle. Y mi teoría de que ‘la vida es dulce’ permitiría asimismo que se criaran animales especialmente para la vivisección, allí y sólo allí donde no se habrían criado de otro modo.» Este sorprendente argumento, que da por supuesta la necesidad de la vivisección traiciona por completo, como podrá observarse, la causa de los derechos de los animales.

La afirmación que por lo común hacen los apologistas de la científica inquisición, según la cual se justifica la vivisección por su utilidad -por considerarla, de hecho, indispensable para al avance del conocimiento y la civilización[61]- se funda en una visión a medias de la situación. El científico, como ya he señalado, es un hombre semiculto. Supongamos (lo que sin duda es mucho suponer, ya que está en contradicción con la mayoría de los testimonios médicos de gran peso) que los experimentos del vivisector contribuyan al progreso de la ciencia quirúrgica. ¿Y qué? Antes de sacar la conclusión precipitada de que la vivisección es justificable por esa razón, un hombre sabio tomará plenamente en consideración el otro lado de la cuestión: el lado moral, la monstruosa injusticia de torturar a un animal inocente y el terrible daño que se inflige al sentido humanitario de la comunidad.

El científico sabio y el sabio humanista son idénticos. Una ciencia verdadera no puede ignorar el hecho sólido e incontrovertible de que la práctica de la vivisección repugna a la conciencia humana, incluso entre los miembros ordinarios de una sociedad no sensible en exceso. La llamada «ciencia» (por des- gracia nos vemos obligados, en el habla común, a utilizar la palabra en este sentido técnico especializado) que deliberadamente pasa por alto este hecho, y que limita su visión a los aspectos materiales del problema, no es en absoluto una ciencia, sino una afirmación unilateral de las opiniones que hallan favor en una particular clase de hombres.

Nada que sea aborrecible, repugnante, intolerable a los instintos generales de la humanidad, es necesario. Es mil veces preferible que la ciencia renuncie a la cuestionable ventaja de ciertos descubrimientos problemáticos, o que los posponga, a que se atente incuestionablemente contra la conciencia moral de la comunidad creando confusión entre el bien y el mal. El atajo no siempre es el recto camino, y perpetrar una cruel injusticia contra los animales inferiores y tratar luego de excusarla sobre la base de que beneficiará a la posteridad, es un argumento tan inadecuado como inmoral. Puede que sea ingenioso (en el sentido de engañar al que no sabe), pero no es con certeza científico en ningún sentido verdadero.

Si hay un punto luminoso, un oasis refrescante en la discusión de este tema triste y monótono, es la humorística reaparición de la trillada falacia de que «es mejor para los propios animales». Sí, incluso aquí, en el laboratorio del vivisector, en medio de las cocciones y los aserramientos, nos encontramos con algo que nos es familiar: el orgulloso alegato de una leal consideración por el interés de los animales que sufren. ¡Quién sabe si algún benéfico experimentalista, con sólo que le permitieran cortar en pedazos a un número suficiente de víctimas, no descubriría un potente remedio para todos males que aquejan a los animales y a la humanidad! ¡Qué duda cabe de que, las propias víctimas, si pudieran llegar a darse cuenta del noble objeto que se persigue con su martirio, rivalizarían entre sí para acercarse lo más rápidamente posible al escalpelo! Lo único que nos maravilla es que, siendo tan meritoria la causa, no se haya presentado todavía ningún voluntario humano para morir a manos del vivisector[62].

Se admite plenamente que los experimentos hechos sobre seres humanos resultarían mucho más valiosos y concluyentes que los realizados sobre animales. Sin embargo, los científicos suelen rechazar todo deseo de resucitar tales prácticas, y niegan indignados los rumores, que corren de vez en cuando, de que en los hospitales se somete a los pacientes más pobres a semejante curiosidad anatómica. Es de observar, así pues, que, en el caso de los seres humanos, los científicos admiten como cosa natural el aspecto moral de la vivisección, mientras que en el caso de los animales no se le concede peso alguno. ¿Cómo puede explicarse esta extraña incoherencia, salvo dando por supuesto que los hombres tienen derechos y los animales no tienen ninguno, o -dicho de otra manera- que los animales son meras cosas, carentes de finalidad, ya las que no es de aplicación la justicia y la indulgencia de la comunidad?

Uno de los rasgos más llamativos y ominosos de las apologías que se ofrecen de la vivisección es la aseveración, tan común entre los autores científicos, de que «no es peor» que otras prácticas afines. Cuando los defensores de una institución bajo acusación comienzan a argüir que ésta «no es peor» que otras instituciones, podemos estar totalmente seguros de que sus argumentos son en verdad muy poco convincentes: son como alguien que se está ahogando y se aferra al último residuo de argumentación. Quienes abogan por la tortura experimental se ven reducidos al recurso de hacer hincapié en las crueldades del carnicero y del ganadero, e inquieren por qué, si se permite desnucar y castrar a los animales, no ha de permitirse también la vivisección[63]. La caza es también una práctica que ha provocado en gran medida la susceptibilidad del vivisector. En la Fortnightly Review define un autor la caza deportiva como «el amor por la destrucción inteligente de las cosas vivas», y ha calculado que anualmente los cazadores deportistas ingleses destrozan a tres millones de animales, «además de aquéllos a los que matan directamente»[64]

Ahora bien, si los ataques contra la vivisección procedieran principal o únicamente de los apologistas del cazador y el matarife, cabría considerar que este tu quoque del científico es una respuesta sagaz, aunque bastante ligera. Pero cuando se acusa a toda crueldad de inhumana e injustificable, una evasiva como ésta no tiene ya ninguna relevancia ni pertinencia. Admitamos, sin embargo, que, en contraste con la infantil brutalidad del cazador, la indudable seriedad y escrupulosidad del vivisector (pues no pongo en tela de juicio que actúa por motivos concienzudamente considerados) puede anotarse en su beneficio. Pero hemos de recordar, por otra parte, que el hombre concienzudo, cuando se equivoca, resulta mucho más peligroso para la sociedad que el granuja o el idiota. En rigor, el horror especial de la vivisección consiste precisamente en que no se debe a mera inconsciencia e ignorancia, sino que representa una usurpación deliberada, declarada, a conciencia, del principio mismo de los derechos de los animales.

Ya he dicho que es ocioso especular acerca de cuál es la peor forma de crueldad para con los animales, pues en este tema, más que en ningún otro, debemos «rechazar la pertinencia del cuidadoso cálculo del más o el menos». La vivisección, si algo hay de verdad en el principio que vengo defendiendo, no es la raíz de la barbarie y la injusticia, sino lo más florido de ellas, su consumación: el non plus ultra de la iniquidad del trato del hombre con las razas inferiores. La raíz del mal reside, como he venido afirmando continuamente, en ese detestable supuesto (tan detestable cuando se basa en razones pseudorreligiosas como en razones pseudocientíficas) de que hay un abismo, una barrera infranqueable, que separa al hombre de los animales, y que los instintos morales de la compasión, la justicia y el amor deben ser diligentemente reprimidos y frustrados en una dirección, a la vez que se fomentan y extienden en la otra.

Por esta razón, nuestra cruzada contra la científica inquisición, para que sea completa y tenga éxito, ha de fundamentarse sobre la roca de la oposición coherente a la crueldad en todas sus formas y fases. No tiene sentido denunciar la vivisección como fuente de toda inhumanidad y, mientras se exige su supresión inmediata, suponer que otras cuestiones menores pueden posponerse indefinidamente. Es cierto que la emancipación real de las razas inferiores, como la de la raza humana, sólo puede producirse paso a paso, y que es natural y político que se ataque en primer lugar aquello que más repugna a la conciencia pública. No estoy despreciando la sensatez de centrar los esfuerzos sobre un punto en particular, pero quiero advertir a mis lectores contra la tendencia harto común de olvidar el principio general que subyace en cada una de estas protestas.

El espíritu con el que abordamos estas cuestiones debería ser liberal y perspicaz. Quienes trabajan para abolir la vivisección, o cualquier otro mal en particular, deberán hacerlo con el declarado propósito de tomar una de las plazas fuertes del enemigo, no porque crean que con ello habrá concluido la guerra, sino porque podrán hacer uso de la posición así ganada como un ventajoso punto de partida para un progreso todavía mayor.

arc(Extraido del libro de Henry S. Salt, Los Derechos de los Animales editado en Londres en 1892. El texto es la traducción al castellano de Carlos Martín y Carmen González en la edición de Jesús Mosterín para la editorial Los Libros de la Catarata, Madrid 1999. ISBN: 84-8319-046-X)

Sobre Tatiana Muñoz

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