La fatigosa compasión de Franco. Crónica #JuevesLiterarios

Escrito por:

Ana María Giraldo (A.G.)

Marcela Posada Soto (M.P.)

Estefanía Preciado Santa (E.P.)

El paisaje no era muy alentador. Las nubes chocaban amenazantes, como a punto de iniciar un diluvio universal. Los pies se nos enterraban en el pantano y en la cima de una montaña, una chaza de madera escupía, como enviándonos señales de humo, el final de una fuerte llamarada.
– ¡Francooooo! – gritó Marcela.
– ¡Francoo!, ¡Francoo! – repitió el eco.

– ¡Quéééééé! – respondió una voz orquestada por ladridos.

Nos aventuramos sin conocer el camino y mucho menos el lugar al que llegaríamos. Teníamos muy pocos indicios del personaje que íbamos a visitar y, del que no se sabía nada en los medios desde el 2011. Franco Ángelo Ripoll es un desplazado de Mutatá, Antioquia, que después del asesinato de dos de sus hijos, de 19 y 21 años, dejó atrás su carrera como artista plástico, su finca platanera de 37 hectáreas, 98 bestias, 47 trabajadores, cabras, vacas, conejos y una vida entera que con esfuerzo había construido.

Salimos de la Universidad EAFIT al medio día, rumbo a La Catedral de Envigado, antigua cárcel construida para el narcotraficante Pablo Escobar en 1991; sin almorzar, con apenas un mango y dos sánduches para las tres. Tomamos la canalización de Ayurá, camino al Salado y en la primera loma la camioneta rugió, como si estuviera ya preparada para enfrentarse a lo que nosotras aún no sabíamos que encontraríamos.
Había subido más de 20 veces a la catedral en bicicleta, pero de ninguna manera me encontraba preparada para guiarnos. Tenía la sensación de que íbamos a encontrar lo que estábamos buscando, pero tenía miedo porque en el primer intento para tomar la vía principal, nos perdimos. La risa nerviosa de Estefanía y los gritos de Ana María al volante, confundían aún más mi sentido de orientación. Creí que conocía el camino, pero luego de meternos en contravía, quedé con la mente completamente nublada.
M.P.

Paramos en unas partidas, donde comenzaba la imponente pendiente hacia La Catedral. En un caspete, una mujer de aproximadamente 60 años, que hablaba por celular, interrumpió la llamada para darnos indicaciones.
– Señora, ¿conoce usted El Chalet de Snoopy? El dueño es un tal Franco, que cuida como 140 perros.
– Franco no, Franco es un apellido. Se llama Franki. Sí sé de qué están hablando, pero eso es muy lejos. Tienen que coger unos rieles, pero el carro las lleva hasta cierta parte, luego tienen que caminar.

Suelo ser una persona muy aventada. Me siento atraída por la adrenalina y el peligro, entonces, cuando nos dijeron que seguro el carro no nos subía hasta allá , lo primero que pensé fue: ¿Que no sube? Claro que sube. Y después de ver las caras de mis amigas dudosas y con ganas de echar para atrás, metí primera y arranqué por aquella montaña, descontrolada por una placentera risa nerviosa provocada por el sentimiento de no saber si lo que estábamos haciendo era una verdadera irresponsabilidad, o la puerta hacia una aventura inesperada de esas que tanto me gustan.
A.G

La calle era estrecha y las curvas muy cerradas; a la izquierda, la llanta rozaba con un precipicio. Marcela aseguró haber visto por esa calle unos rieles, sin embargo, al llegar ahí, Estefanía tuvo el presentimiento de que ese no era el camino indicado y cuando llegamos a una Y, no supimos qué hacer.
Quedamos en la mitad de la calle, Ana intentó retroceder lentamente para devolvernos, pero las llantas traseras dieron un salto inesperado y quedamos «de culo» al barranco.
Miré mi celular y no tenía minutos, ni señal. Me preocupé porque no le había avisado a mi mamá dónde iba a estar y, estando perdida en un lugar que solía ser muy peligroso, me sentí aterrada. Con el carro atravesado en la mitad de la vía, observé bajando de una loma, como ángeles caídos del cielo, a dos hombres que arriaban ocho mulas. Marcela preguntó nuevamente por el hombre de los perros y cuando el viejo asintió preguntando si buscábamos a Franco, mi corazón dio un brinco y respirando al fin tranquila grité a coro con mis amigas: ¡Sííí, Franco, Franco!
E.P

Ambos hombres tenían un aspecto campesino. El más viejo era casi completamente mueco, el joven sonreía amablemente todo el tiempo. Nos reiteraron que era muy lejos, que teníamos que subir por un pantano y caminar media hora. «A la migajitica encuentran unos rieles. Él casi siempre está en la casa, desde que no haiga salido».
Después de atravesar los rieles correctos, las llantas patinaron un par de veces y Estefanía en pánico gritó que ya era suficiente, que nos devolviéramos. Ana en sus valientes impulsos, estaba dispuesta a llevarnos hasta el fin del mundo. Justo en ese momento, por el estruendo del carro, aparecieron en medio de un matorral, cuatro hombres dispuestos a ayudarnos.
– Monas ¿qué están buscando?
– A Franco, un señor que tiene como 140 perros.
– Sí, él hace nada subió por acá con los perros, pero hasta allá no les sube el carro. Si quieren parquean acá que nosotros se lo cuidamos y nos dan la liga.

Estacionamos en medio de unos escombros, metimos todas las pertenencias de valor en un solo bolso y dejamos el carro… a la mano de Dios.
Quien aparentemente estaba al mando, ordenó a uno de los trabajadores que nos acompañara hasta ver la casa de Franco, porque al parecer muchos de los perros eran peligrosos.
Mientras caminábamos y conversábamos le preguntamos:
– ¿Usted cómo se llama?
– Jesús – respondió.
Y aunque ninguna de las tres es muy católica, pensamos: «Si Jesús conmigo, quién contra mí». Y nos reímos irónicamente.
El sudor me corría por la frente y había perdido completamente la noción del tiempo. No sabía cuánto había caminado, pero por alguna razón me preocupaban mis amigas. Tenía un instinto protector, sentí que debía cuidarlas y por eso le dije a Ana en dos ocasiones que apagara el cigarrillo, porque la veía muy asfixiada. Cogí de la mano a Estefa para evitar que se resbalara en el pantano con sus inapropiados zapatos. Paramos varias veces a tomarnos fotos con el paisaje y cuando menos lo esperaba, Chucho nos mostró la casa de Franco, nos indicó cómo llegar y nos abandonó.
– ¡Francooooo! – grité.
– ¡Francoo!, ¡Francoo! – repitió el eco.

– ¡Quéééééé! – respondió una voz orquestada por ladridos
M.P.

Después de unos minutos, un hombre de camisa azul, bajaba la montaña custodiado por veinte perros. Algunos querían adelantarse, pero Franco, con una sola palabra, volvía a poner orden a la manada. Cruzaron una pequeña quebrada y, antes que el dueño, llegaron todos los perros. Nos tranquilizamos al ver que ninguno de ellos era peligroso. Marcela lo saludó y le indicó el motivo de la visita, mientras Ana y Estefanía trataban tímidamente de acariciar a estos antiguos habitantes de la calle.
Estreché la mano de Franco al presentarnos y descubrí que estaba sucia y pegajosa. Varios perros se pusieron frente a él esperando que los besara. Lo hizo. Inmediatamente, comencé a sentir muchas picaduras de mosquito y me alejé un poco de los perros para ponerme la chaqueta. Mientras Marcela hablaba con Franco, cogí el celular y comencé a filmarlos.
E.P.

Franco se mostró muy dispuesto, porque vio en nosotras una oportunidad de pedir ayuda para su causa.
«Siento un compromiso moral con los animales. La gente les tira piedra, les tira agua. Los perros rompen una bolsa de basura para conseguir un hueso podrido y toda la gente los espanta, pero nadie les da un pedazo de pan. Van a hacer chichí y popó y la gente les dice: largo de aquí, que ese chandozo huele a feo. De los restaurantes los sacan a trote, por eso esta tarea me llena. Yo no los quiero, los amo; no recojo un perro por caridad, adopto un hijo cuando los recojo.

Cuando iban 40 perros, en los centros comerciales se solidarizaron conmigo. En el Mall de La Frontera y Villa Grande me donaban todo el material de recicle, los sábados lo vendía y con lo que ganaba, me daba para cuido y vacunas.»
Franco nos contaba con desconsuelo que, a su parecer, la sociedad es muy intolerante con los animales y, por ese motivo, ha tenido que salir varias veces en busca de predios que le permitan tener sus, al día de hoy, 160 perros y 48 gatos. También habló sobre las dificultades que ha tenido para saciar las necesidades de los animales, puesto que en ellos debe invertir aproximadamente tres millones 800 mil pesos mensualmente.
«Para sostenerlos creé una micro empresa de jardinería, ganaba buen dinero. Un día tres muchachos nos robaron la moto, las guadañas, la regadora de gasolina y un millón de pesos. Quedé sin fuente de trabajo, sin embargo, ahí los he ido manteniendo.
Antes tenía una finca en La Estrella, pero de allá también me fui porque me entutelaron, la comunidad decía que aunque era muy bonita mi causa, estaba perturbando la convivencia. Luego conseguí alquilar esta finca aquí en la Catedral por 500 mil pesos, gracias a que el Municipio de Envigado decidió comprar este terreno para reforestarlo.»

Llevaba casi media hora parada grabando el audio de nuestra entrevista mientras que Franco hablaba y hablaba, me parecía hasta un poco parlanchín, habían momentos en los que ni siquiera ponía atención. De repente, Wanda, uno de sus perros se le trepó encima y este tambaleó amenazando por unos cuantos centímetros con caerse al precipicio, ahí desperté del susto y empecé a sentirme mareada. Los oídos se me taparon, comencé a sentir como si toda la sangre se me subía a la cabeza y no lograba mover bien mis piernas. Miré a Estefanía que estaba sentada y corrí hacia ella angustiada; «Estefa marica, se me fue el mundo» le dije. Vi negro por unos segundos y volví a tomar conciencia, sentada en una piedra vomitando de la maluquera tan horrible que me dio, tal vez por nunca hacer ejercicio, o quizás por abusar del cigarrillo mientras escalábamos literalmente aquella montaña.
A.G.

Las autoridades ambientales le exigen a Franco recoger perros que se encuentren únicamente dentro del municipio, pero para él no existen fronteras y, por eso, ha visitado lugares como Castilla, Robledo, 12 de Octubre y Villatina. Incluso una vez fue hasta el Parque Arví por cuatro perros que habían abandonado en una finca y llegó a su casa con nueve, porque como él mismo dice, aunque no le sobra dinero, le sobra corazón para recogerlos y adoptarlos como parte de su rutina.
«Es que vea, todos los días me levanto, hago un café y preparo una sopa de avena con carne para los perros. Las carnes me las donan en Hotwins, en Basílica, Patria Mía y Ay Caramba. Yo no puedo comprar sino cinco bultos de Ringo de 30 kilos, que cuestan 50 mil pero me los dejan a 46; más los 146 mil de la avena, son 360 mil pesos semanales en comida. Y eso que solo les puedo dar cuido en la noche; son 14 poncheras y de cada ponchera comen diez perros.

Luego del desayuno, hago el aseo y entro a curaciones, en lo que yo llamo el hospital y queda en el baño de mi pieza que es muy grande. Los curo, los inyecto, les doy las pastillas a los que están en tratamiento y de ahí me voy con los que mantienen encerrados a dar una vuelta por el monte, para que se desestrecen y corran. Me baño, me arreglo y me voy a trabajar a las seis de la tarde hasta el otro día.»
Por un momento pensé que Franco parecía más un mendigo que un reciclador. En varias ocasiones nos pidió («sin compromiso») ayudarle a conseguir 100 voluntarios para limpiar la finca, los cuales podrían llevar una donación de diez mil pesos, además de un computador para el uso de la fundación. Recordé algunos documentales sobre personas acumuladoras y pensé que este pobre hombre era uno más de ellos. Franco podría padecer de Fatiga Compasional, un síndrome que explica la necesidad de cuidar animales para buscar la propia salvación. Miré a Ana María pálida sobre la roca y a Estefanía acorralada por los perros. Sentí que era hora de irnos, pero Franco no paraba de hacer sus peticiones y de disculparse por no poder recibirnos en su humilde morada, que por la sorpresa no había podido limpiar.
M.P.

No logramos conocer el lugar, sin embargo supimos, gracias a Franco, que es un espacio relativamente grande, que duerme junto a sus perros y ellos hacen popó en cualquier parte. Los canes más traviesos permanecen casi siempre dentro de las perreras para evitar molestias con las gallinas de los vecinos. Los demás perros andan sueltos por el terreno aún no cercado.

Agradecimos a Franco su ayuda y lo felicitamos por su labor. Inmediatamente, los perros sintieron que nos marcharíamos y se acaloraron un poco. Inquietos, se pararon junto a su dueño y lo escoltaron mientras nos acercamos nuevamente donde Ana, quien todavía estaba un poco pálida.
Me había quedado como 15 minutos sentada, tratando de volver al mundo después de semejante susto. Me comí unas galletas que encontró Estefanía en el fondo de su morral, olvidando por completo que teníamos sánduches y eso me levantó un poco el ánimo. Marcela y Estefanía ya habían terminado de hablar con Franco y las vi venir hacia mí como a ayudarme a seguir el paso de la bajada. Franco viendo mi palidez, me ofreció un vaso de agua, me preguntó que si había traído un tarrito, que él iba y me traía agua de la quebrada, la cual supuestamente era más limpia que cualquiera.
A.G.

Nos despedimos de aquel buen hombre y lo vimos alejarse seguido por Wanda, Marvel, Jasmine, Cefir, Vivaldi, Schubert, Chaikovski, Miguel Ángel, Pavarotti, entre otros, todos bautizados con nombres de pintores y músicos clásicos.

Recorrimos todo el camino que habíamos escalado con dificultad. El trayecto parecía hacerse más corto, pero para mis pies era todavía más intenso. Mis zapatos descubiertos y poco cómodos que estaba usando porque no esperaba encontrarme tal aventura, me maltrataban la piel sin piedad. El suelo resbaladizo de aquel camino trazado por arrieros, dejó manchado en mis suelas el recuerdo de esa buena experiencia. Llegamos pronto al único lugar plano de aquellas montañas, donde habíamos dejado el carro. Los hombres que trabajan en cercar una finca, nos saludaron de nuevo con una sonrisa y les contamos cómo nos había ido. Agradecimos su ayuda y nos subimos al carro. Hambrientas, exhaustas y satisfechas por lo que nos había pasado, tomamos de nuevo el rumbo hacia Medellín, reflexionando y recordando las últimas palabras de aquel amante de los animales: «Si a mí me ofrecen plata por un perro, yo prefiero que me peguen en la cara, porque para mí, cada uno de ellos tiene un valor incalculable. Por mí, no entregaría ninguno de mis perros porque todos son mis hijos.»
E.P.

Medellín (Colombia).

Sobre Dore Zapata

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