Buena elección, señor. Cuento. #JuevesLiterarios

Por: Genaro Valencia

El ambiente tranquilo revelaba la calma propia del lugar, donde los pasos lentos de los comensales daban pie a saludos espontáneos y miradas sin pudor ni enojo; era definitivamente uno de esos lugares donde valía la pena estar. El silencio era apenas sobrepasado por el rumor constante y frágil de las conversaciones que en cada mesa se desarrollaban, pero no era un rumor turbio ni agitado, sino un suave canturreo general, como el sonido de las olas en una noche donde el mar hubiera decidido estar calmo. La luz llegaba pálida de la calle y el mundo parecía extraviarse en el tiempo, como detenido en una sonrisa de rostro sincero y amable, de piel suave y pasos seguros, de manos firmes y frescura de mañana.

Frente a él, dos tabloides firmes color caoba, forrados en elegante cuero curtido, sobre los que resaltaba, en cada uno, una hoja de papel de un fino blanco mate sobre la cual se leía una no despreciable lista de viandas, entradas, platos fuertes, jugos, cervezas y vinos. Repasar la carta era para él un acto de profundo deleite, leer cada una de las sugerencias era como empezar a degustarlas, sentirlas con el paladar, saborear la llenura que colmaba su tracto digestivo al deslizar cada bocado por su garganta y llegar a su estómago y volverse energía y luz para todo su cuerpo, sentía la proximidad de un buen plato como punzadas de placer en su espalda, en sus piernas, en su pecho y en sus manos, llegando finalmente la hora de ordenar cuando su boca se había colmado de saliva y su espíritu de alegría ante la proximidad de la cena. Era, sin lugar a dudas, uno de los placeres que lo definían, el más exquisito de todos.

No temía a las dudas, antes bien le satisfacía saber que, como un dios sentado a su mesa, se manifestaba en frente suyo toda la maravilla de la creación posible, del mundo que viene, y que era él y sólo él quien tenía en sus manos la decisión, la última palabra sobre el mundo que se formaría ante sí, como milagro divino, para su disfrute. Esta vez la duda tenía lugar entre dos platillos de distinto calado y familia, de distinta estirpe, pero no por ello menos atractivos; el primero de ellos, un Carpaccio de Verduras, compuesto por el más multicolor propósito de tonos y texturas, a juzgar por la imagen que casi se quería salir de la carta y que lo invitaba a corroborar esa primera impresión con una segunda de olores y sabores, una magnificencia de berenjenas, pimentón y baño de limón como pocas propuestas podrían lograr. Se dejó tentar, por supuesto que lo hizo, que era de su rigor plácido deambular por las aguas de la lujuria del sabor, y tal imagen se le revelaba, sin lugar a dudas, como una propuesta digna de ansia.

Como en toda disyuntiva, en la que convoca a nuestro invitado, había más de una opción para elegir, y allí estaba ésta, con una vivacidad que la hacía difícil pasar por alto, como llamando a su gusto a tomarse un segundo y dejarse seducir, y no era para menos, puesto que tenía en frente nada más y nada menos que una suculenta muestra de los mejores dotes de la cocina moderna, a la vez que un gorgoteo de tonos rojizos que lo desplazaban a los más pretérito de su conciencia animal, de su gusto locuaz. Quiso saber más y allí estaba la descripción, rebosante en placer de ser repasada con la mirada: Este punto de cocción de la carne es perfecto para un asado o un cocinado a temperatura alta. La carne queda con una consistencia blanda, sabrosa y es acompañada por sus deliciosos jugos naturales, los cuales dan cuenta de sus bondades y la hacen un suculento manjar. Carne término azul que venía acompañada de ensalada verde y papas en fina cocción.

Cerró la carta y aguardó, indicativo de que el mesero podía acercarse ya a tomar su pedido.

Volvió al mundo, levantó la mirada y aguardó en su mesa como una frontera de olores y colores que se disputaban su gusto en una guerra no declarada entre las mesas vecinas que, aunque separadas, no dejaban de irradiar hacia él, como llamándolo a unirse ya pronto a la faena. Toc Toc Toc, pocos segundos pasaron para que el hombre vestido pulcramente de color negro y caminar suave hiciera su aparición en el horizonte que se le ofrecía a la vista, lleno de luz, claridad y paz.

Rápidamente dirigió a él una mirada, que éste le respondió con una sonrisa de cortesía que, de no haberla visto ya antes ese día al dirigirse a otros comensales, le hubiera parecido que tenía un tono de especial ironía, al tiempo que, con un monosilábico ¿Sí? y un leve movimiento de la mano derecha dirigido hacia la carta que reposaba en su mesa para retirarla, quiso saber si la elección ya había sido tomada, corroboración innecesaria en tanto vista de las más prístinas costumbres consensuadas para la mesa. Le acercó éste la carta a la mano y con una sonrisa que, sin querer, respondiera con la misma cortés ironía que creía haber leído en sus ojos, dijo suavemente, degustando cada palabra, como queriendo contener el momento, Carne término azul, por favor. Sin anotar en una libreta o cuaderno, como era costumbre en otros lugares de menor ralea, el mesero lo miró con mirada suave y complacida, mirada de quien se place en hacer su trabajo y en que éste pueda continuar tras la espera y, antes de retirarse con pasos igualmente suaves a los que lo habían traído y en dirección a la cocina a dejar el pedido, retiró la carta al son de un cálido Buena elección, señor.

Si pudiera describirlo con colores, sería como una base rojiza marrón con visos amarillos, azules y violetas persiguiéndose los unos a los otros sin poder alcanzarse. Si pudiera describirlo con sonidos, sería como Wagner interpretando La cabalgata de las Valkirias en medio de una tormenta de violines, contrabajos, piccolos, flautas, violas, oboes, cornos, trompas, clarinetes, fagotes, trompetas, violonchelos, tubas, timbales, redoblantes, triángulos, platillos y trombones, una guerra desde el segundo primero hasta el último suspiro. Si pudiera describirlo con olores, que sí que podía, sería como si un carbón humeante rociado de especias cual manantial multiforme subiera por sus brazos, se entrelazara con las diminutas vellosidades de su cuello, como jugando al ahorcado entre él y la incertidumbre ante la estimulación odorífera venidera para luego ser la misma respiración agitada que entraba voluptuosa por su nariz haciendo de cada partícula aromática un cuerpo volátil que alcanzara pronto y excitado su sistema límbico y su hipotálamo para recrear suavemente en cada una de sus células un sinnúmero de pequeños y punzantes recuerdos de un pretérito y ancestral tránsito cavernario, para fijarse luego en cada una de sus prolongaciones nerviosas haciendo chispear sus poros y tornarse puntiaguda su piel, como queriéndose desprender su epidermis para volverse ella también olfato, un maremágnum de respuestas eléctricas concentradas en un segundo de humeante preludio.

Lentamente, dispuso toda su atención en su cavidad bucal y masticó suave el pedazo de carne que se había dispuesto, para tal fin, previamente.

Chorreante estructura blanda y húmeda que masajeó suavemente sus encías, le cosquilleó, le hizo querer engullir rápidamente el bocado, pero fue más la fuerza del deleite ante la sangre derramada que se vertía por sus mejillas y quería llegar a su paladar para hacerlo parte del goce. Masticó, rumió y repaso cada centímetro rojo, caoba y sangrante por sus dientes que reclamaban todos su turno para amasar el pedazo de gloria que tenían ante sí. Masticar, rumiar, repasar y tragar despacio, con soberbia sincera de hombre fuerte y sabio, de hombre que se sabe en el pleno derecho de su disfrute.

Si pudiera describirlo con sabores, que sí que podía, diría que es como una base rojiza marrón con visos amarillos, azules y violetas persiguiéndose los unos a los otros sin poder alcanzarse, como una guerra wagneriana desde el segundo primero hasta el último suspiro, como si un carbón humeante rociado de especias cual manantial multiforme se introdujera en todo su cuerpo, como si los botones gustativos presentes en su lengua y sospechados en su paladar fueran presa inerme de un correrío de sabores acompasados por la temperatura y la textura exactas.

Más que una comida, fue una victoria del Ello sobre el Superyó, de lo más esencial y primitivo de su ser sobre la crítica y el reproche, de la respuesta sobre la pregunta, del placer sobre la moral, y así lo asumió, como una victoria, retirándose triunfal de sus aposentos alimenticios una vez culminado el soberbio ritual y habiendo pagado la cuenta, con su respectiva propina.

Volver al mundo con su atorrante bullicio no fue nada distinto a un suplicio, un martirio que le recordaba la ciudad y sus malestares, el día a día y sus apuros. No pudo concentrar su mente en imagen distinta que no fuera una posible respuesta ante la pregunta por qué comería mañana.

El tiempo pasó con la cotidianidad que transcurre para todos y se halló nuevamente frente a la carta que estaba frente a la mesa que estaba frente a la sala que estaba frente a la cocina que estaba frente a la ventana que estaba de espaldas al mundo. Gustaba siempre de cambiar de plato para no caer en la rutina gustativa, y aunque con cierta pesadumbre por negarse a repetir el placer de la velada anterior, pidió al mesero que lo ataviase con un plato distinto, con una nueva propuesta, eso sí, de la carta de carnes, que había abierto una compuerta que no estaba dispuesto a ver cerrar tan fácilmente y lo acompañaba una energía vital difícil de superar, no sólo energía física, sino espiritual, energía de sentirse superior.

Punta de anca preparada en vino rojo adobada con perejil y salteada ligeramente en ajo servida en una plancha de hierro aún chispeante que no dejaba dudas de que tenía en frente un magnífico espécimen, una arrogante voluptuosidad dispuesta para su disfrute. Fue uno mismo con el plato, y el tiempo y el espacio desaparecieron superados por el goce.

No pudo menos que hacerlo su rutina, no pudo menos que dejarse imbuir por el placer sempiterno que se le antojaba en frente y lo invitaba a rendirse con cada comida. Un plato distinto cada vez que daba cuenta del maravilloso y diverso mundo culinario regentado por la cata de carnes: lomo de res en salsa de tamarindo, costillas al vino tinto, rollo de carne en salsa de champiñones, cochinita pibil estilo Yucatán, solomillo en salsa de queso, bife de chorizo al horno, buey de kobe, magret de pato con salsa de arándanos, salmón marinado con cítricos, rape en salsa de nueces, ceviche de salmón fresco, medallones de lomo en salsa de champiñones, zarzuela de pescado blanco y marisco, pechuga de pavo rellena con verduras, ostras a la brasa, brochetas de langostinos, costillas de cerdo al horno estilo americano, pollo asado con sésamo, lomo strogonoff, filete de rodaballo a la japonesa, pulpo cocido, langosta al vino con tocino y perejil, pierna de puerco en salsa de piña, faisán con manzana, filet mignon, carne con verduras rehogana. Siempre fiel a su consigna de un plato distinto cada vez.

No había podido dejar de notar que la carta se acercaba a su fin y no quería buscar otro sitio ni renunciar a su nueva filosofía culinaria que tantos placeres le había dado, se dispuso entonces a transmitir su duda al mesero que siempre lo atendía, con el que, por la cotidianidad del trato, había generado una relación de cordialidad. Al escucharlo, lo miró éste con la sonrisa de irónica amabilidad que en nada había cambiado y le preguntó si era de su gusto el conocer un tipo especial de carta, atendiendo a que, en su calidad especial, no debía ser comentada con otros comensales, que se reservaba el restaurante su derecho a preparar cierto tipo de platos para un número reducido de clientes que, por si asiduidad y buen gusto, se estimara merecedor de tal excepcionalidad.

Aceptó con gusto la invitación, sin poder ocultar un brillo de alegría que se dibujó en sus ojos al saberse tanto llamado a un lugar especial, superior a los demás, hecho que siempre lo había halagado, como por encontrarse ante la inesperada posibilidad de mirar frente a frente una nueva lista de placeres llamados prontos a reinar en su paladar.

Una habitación más modesta de lo que hubiera imaginado, aunque no por ello menos sobria y vistosa que el resto del local, lo que sí resaltaba allí era el público ocupante, hombres en su mayoría, elegantemente vestidos, sentado cada uno en una mesa individual, sin más acompañantes que sí mismos, y aunque dirigieron miradas amables a modo de saludo apenas lo vieron entrar, cada contacto visual, cuando lo hubo, se esfumó rápidamente, volviendo todos al diálogo con sus respectivos platos.

Tomó la mesa que le fue indicada y esperó en silencio durante un par de minutos la llegada de la carta, observando cómo cada uno de los presentes degustaba plácido y absorto su respectivo plato, todos preparados a base de carne de distintos tipos y formas, tantos que se le hacían como un mundo nuevo, realmente nuevo, que habían allí rugosidades, texturas y colores desconocidos para él hasta entonces, lo que no pudo menos que extasiarlo ante tal diversidad magnífica.

La espera no fue tanta como le pareció, y allí estaba un nuevo mesero, distinto al anterior, ofreciéndole, no la carta, sino una degustación primera de los platos que allí se ofrecían. No lo saludó, ni le preguntó, ni se detuvo a esperar una respuesta afirmativa, simplemente dejó allí el pequeño plato llano y se retiró. Sin más, sentado a la mesa, se entregó despacio a la propuesta ofrecida. Tranquilo, sincero en su sentir, en una entrega extraña, sin usanzas previas, tan sólo un nuevo momento que, sintió, le abrió un camino distinto frente a todo lo que antes hubiere conocido como sabor.

Una mezcla entre pollo y cordero, una mezcla de lo mejor de cada especie, aunque arropada en una superficie de mayor fibrocidad que separaba la carne en ligeras tiras que se metían por entre sus encías y le daban un cierto gusto desconocido, un gusto esperando a ser cruzado con fruición. Renunció, sin amago de culpa, a su idea de comer suavemente, despacio, sintiendo cada bocado, no pudo menos que atragantarse ante tal sabor nuevo que se le ofrecía. Más, quería más, no podía quedarse así.

Terminado el bocado, segunda venida del mesero, segunda vez que no pronunció palabra, segunda vez que fue, dejó y se alejó. Esta vez la carta fue depositada sobre la mesa, y allí estaba, esperándolo, queriéndolo, expectante.

Hígado mediterráneo en salsa roja, Pierna alemana en salsa de pato, Costillas de mujer blanca cultivadas en vino, Carne magra y tierna de joven deportista, Bistec….volver al título, leer y releer, empezar y regresar, CATA ESPECIAL DE CARNE HUMANA, TRADICIÓN MILENARIA TRAÍDA A SU PLATO. ENERGÍA VITAL QUE FLUYE POR SU CUERPO.

Alzar la mirada esperando captar la broma, encontrarse con los ojos pícaros y luminosos de los demás comensales, ojos que lo llamaban a acompañarlos en su deleite. Constatar, levantarse, correr, salir, vomitar, agitarse, vomitar nuevamente, gritar, sollozar. En ninguna mesa nadie se inmutó ante la acción desesperada, tan sólo siguieron comiendo de sus respectivos platos, atravesados por algunas ligeras sonrisas de quienes, llenos de experiencia, comprendes al novato en sus arrebatos.

Al tiempo que lloraba lágrimas blancas y pesadas, clavaba sus uñas en las palmas de sus manos, casi atravesándolas, no sentía nada en lugar distinto a su estómago y su boca. Quiso ir a la policía, a la autoridad sanitaria, quiso gritar al mundo lo que había visto, pero eso sería revelar su canibalismo. Regresó entonces corriendo, atravesó cortinas y mesas con los ojos rojos de ira, tomó por los hombros al mesero y, con la voz entrecortada de espasmos y nausea, le reclamó a gritos, agitando su cuerpo, esperando aún que se tratara de una broma de mal gusto.

Pero señor, respondió éste, no entiendo por qué se altera, si comer carne humana es una tradición milenaria, que nosotros únicamente nos hemos encargado de rescatar de las fauces del olvido. Es más, sería la cura contra la hambruna mundial, no se imagina cuánta carne humana se desperdicia diariamente en viejos ataúdes de manera o incinerada en impulcros hornos, que la privan de todo su valor nutricional. ¿Por qué la angustia? Acaso conocía usted a esas personas, acaso conocía usted a los animales de los cuales ha extraído toda la carne que ha comido durante toda su vida, acaso quiso alguna vez constatar usted su dolor, no, simplemente aparecieron en su plato, piénselo, es el mismo principio, con la diferencia de que nosotros no maltratamos a ninguno de nuestros humanos destinados al consumo, hasta creería que lo disfrutan, crecen en libertad, se alimentan de los mejores platos, se les quita la vida de la mejor manera posible, tanto para su rápido paso al mundo de la carne, como para no estropear su sabor, o es que acaso no cree que el plato que acaba de degustar no es una de las mayores experiencias gastronómicas que ha vivido, tranquilo, todos acá han pasado por lo mismo, estamos llenos de falsos parámetros morales, precisamos ver a nuestros humanos como vemos al resto de los animales, objetos para nuestro consumo, para nuestro deleite, como la vaca que nunca conocimos y no por ello dejamos de disfrutar su leche, el queso que de ella producimos y su deliciosa carne, carne tierna, carne múltiple, sabor posible.

Quería correr, pero, anonadado, se sorprendió pidiendo un nuevo plato, ante la lógica irreductible de las palabras del mesero.
Misma rutina, un nuevo día, un nuevo plato. Algunas de las personas que comían en las mesas a su alrededor se habían retirado, otras nuevas llegaban, y ahora le parecía siempre exagerada la reacción de quienes se enfrentaban por primera vez a la realidad de su nueva antropofagia, por qué tantas preguntas cuando era cierto que la carne era deliciosa, muestra sin lugar a dudas del buen trato recibido por los donantes de su cuerpo, acaso ni tendrían conciencia de su vida y de su muerte, como ahora sospechaba de las vacas, cerdos, pollos, peces y demás especies que antes consumiera con fruición.

Sabor.
Deleite.
Capricho.
Versatilidad.

Cuánto sabor se le puede sacar a un ser humano, a varios seres humanos. Quién lo hubiera dicho.
Sus nuevos viejos valores explotados al máximo. Nunca conoció a ninguno de sus nuevos compañeros culinarios, todos los antiguos comensales habían ya dejado de asistir, ahora era él el más antiguo cada día en aquel salón, sin entender por qué sus anteriores acompañantes renunciaban a lo posible y a lo imposible de su nuevo estilo gastronómico. Tal vez, como pasó anteriormente, lo esperaría una nueva puerta, una nueva habitación, una nueva propuesta culinaria al hacerse de ella merecedor.

Así fue. A su espera se encontraba un día el mesero, el único mesero de aquel recinto privilegiado, quien lo condujo en silencio por un nuevo pasillo, animándolo con la mirada a cruzar al siguiente nivel alimenticio. Qué placer lo invadía, ya no había ningún impedimento moral frente a cualquier propuesta que le llegara, ahora sólo le era posible el disfrute sin ningún atavío.

Usted ha vivido feliz, usted ha crecido en libertad – dijo por fin el mesero al llegar a una habitación amplia atravesada por una única y alargada mesa de metal, algunos recipientes que parecían mini neveras depositados en el suelo y un complicado juego de poleas adherido al techo de madera – se ha alimentado de los mejores platos, ha conocido los deleites de la mesa. Dos brazos fuertes lo tomaron por la espalda, arrojándolo al suelo, y otros dos lo sujetaron por las piernas, inmovilizándolo, Ahora es tiempo de ser el deleite.

Para que el sabor de la carne sea el mejor, lo primero es saber escoger el cuerpo, retomó el mesero, ahora transpuesto en carnicero por la terrible aparición de un delantal blanco, siempre es preferible un ser vivo, no queremos signos de descomposición en nuestros platos. Se recomienda que la ejecución sea lo menos traumática posible. Quiso soltarse, gritar, pero ambos hombres lo sujetaban por piernas, manos y tapaban su boca, se notaba que tenían experiencia, su mente se hizo humo al caer en cuenta de que la ejecución de la que hablaba era su ejecución.

Lo segundo es constatar que el humano no padezca de ninguna enfermedad, datos que usted, sin saber, nos ha ido revelando poco a poco, además cuidamos de que todos nuestros platos tengan la cantidad exacta de grasa, para no echar a perder al espécimen, en tanto no es posible, terrible situación, criar a los seres humanos en ambientes controlados. Hoy no fue su última cena, lo sentimos, hubiéramos querido darle ese placer, pero el ayuno contribuye a purificar la carne, purgando las toxinas almacenadas y los residuos corporales, además de hacer la sangría y la limpieza, digamos, un tanto más sencilla.

Movimiento silencioso de poleas, sus piernas colgadas por un gancho, empezó a ser alzado. Colgaron primero sus pies y posteriormente las manos, con la cabeza abajo, lazos con nudos simples atados de sus manos, sus piernas separadas de modo que los pies quedaran alineados fuera de los hombros, con los brazos extendidos paralelos a las piernas, lo que les daba acceso fácil a su pelvis, a todo su cuerpo, con su cabeza a la altura de las piernas del carnicero, quien trabajaba en silencio afilando cuchillos largos y cortos, machetes y hasta una pequeña sierra eléctrica.

El despiece de un cuerpo humano, dijo por fin, es un trabajo bastante complejo, no se imagina, por toda esa cantidad de dobleces, pliegues, ranuras y espacios que tiene su fisonomía. Se necesita la temperatura adecuada, un espacio amplio para trabajar, recipientes para recoger la sangre, bendita sangre que adoba los mejores platos, y dejó escapar una risa nerviosa, de placer. Se rehusaba a creerlo. Las poleas deben ser resistentes, continúo, que los pesos de los cuerpos humanos pueden siempre variar.

La sangre empezaba a acumularse en su cabeza, sus ojos se pusieron rojos y sentía que perdía la conciencia, quiso agitarse, exponer su último recurso de resistencia, de vida, pero todas sus fuerzas lo habían abandonado de repente.

Usted ha vivido feliz, usted ha crecido en libertad, usted usted usted usted usted Cuántos usted habrán pasado por su boca, pensó, o no pensó, lo arrolló la idea, usted usted usted usted usted usted ha vivido feliz, usted ha crecido en libertad, Debemos matarlo rápido amigo, no queremos que el estrés eche a perder su carne, usted usted usted Cuántos usted habrán pasado por su plato, es imposible que la carne no se eche a perder, es imposible que ningún animal muera sin sentido de su existencia, es imposible no sentir la vida que se escapa, Cuántos usted inocentes habrán pasado por su mesa, todo usted es inocente, imposible no sentir la vida que se escapa, imposible no echar a perder la carne con el estrés, con la conciencia de la muerte. La futilidad del esfuerzo final, un último suspiro, un último desgarro, gritar, saber que no se grita, agitarse, saber que no se mueve, abrir los ojos, saber que no se ve, usted, ¿Cada animal siente esto cuando lo matan, esta es la historia de cada bocado? Tiene que ser imposible, pensó, mientras toda imposibilidad se derrumbaba ante sus ojos. Usted usted usted, el mesero levantó un cuchillo delgado, fino, con una mano ágil que se acercó ligera a su cuello, quiso gritar, no hubo grito, cercenar, metal frío sobre su piel, cuerpo que chilla, último aliento, garganta que exhala aghhhhhhhyaguardóensumesacomounafrontera de olores y colores que se disputaban su gusto en una guerra no declarada entre las mesas vecinas que, aunque separadas, no dejaban de irradiar hacia él, como llamándolo a unirse ya pronto a la faena. Toc Toc Toc, pocos segundos pasaron para que el hombre vestido pulcramente de color negro y caminar suave hiciera su aparición en el horizonte que se le ofrecía a la vista, lleno de luz, claridad y paz. Rápidamente dirigió a él una mirada, que éste le respondió con una sonrisa de cortesía que, de no haberla visto ya antes ese día al dirigirse a otros comensales, le hubiera parecido que tenía un tono de especial ironía, al tiempo que, con un monosilábico ¿Sí? y un leve movimiento de la mano derecha dirigido hacia la carta que reposaba en su mesa para retirarla, quiso saber si la elección ya había sido tomada, corroboración innecesaria en tanto vista de las más prístinas costumbres consensuadas para la mesa. Silencio. Silencio. Silencio. Lo miró el mesero con mirada irritada, mirada de quien se place en hacer su trabajo, pero no soporta las innecesarias esperas, amagó a retirarse, el otro amagó palabra, silencio, respiró, se dio cuenta de que llevaba varios minutos sin hacerlo y sólo atinó a decir Carpaccio de Verduras, por favor. Rápidamente, antes de retirarse con pasos igualmente suaves a los que lo habían traído y en dirección a la cocina a dejar el pedido, el mesero retiró la carta al son de un cálido Buena elección, señor.

Genaro Valencia, Medellín (Colombia).

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